- Cien kilómetros
- Espectacular!!
Felicito a Marisa en su estadía por las uropas. Aunque enseguida me corrige, será ella y sus aliados en esta osadía los que encararán tal distancia. En verdad, son 930 los kilómetros que separan a los Pirineos de Santiago, dividido en 32 etapas. Con entusiasmo y algo de pudor, me cuenta sobre este recorrido cero convencional (fiel a su estilo) por el norte de España. Me da añoranza. Pasó un montón de aquel viaje soñado y refrendado con encuentros gallegos varios, cual embajador obligado de mi querida Vicenta.
De vez en cuando con Gabriela replicamos la insólita recepción de Fina, sobrina de mi abuela y sus reprimendas por nuestra tardía llegada por habernos demorado antes precisamente en Santiago.
Cuadro de situación de aquella primera jornada: Mesa amplia, varios comensales, una prima joven que se manifiesta con fluidez y sorprendente familiaridad en un galego incomprensible. El menú, a la vista, fuentes llenas de "chipirones" (calamares bien negros, que parecen inquietos), bacalaos en salsa con papas, transportándome a una excepcional comilona de la infancia e infaltables mejillones, manjar típico de Tanxil, playa destacada de Vigo.
Pipones, celebramos el final de la cena, hasta que la anfitriona consulta ¿Leche? Ehh, no, gracias. Ah ¿no quieres leche? se ofusca mientras acaricio mi panza deseándole suerte por lo inevitable. El tazón más grande de la existencia llega bien caliente y transpira sobre el último plato. Para beneplácito de la robusta e insistente anfitriona, accedo. A la mañana siguiente, poco antes de las once, sus rabas recién hechas sellarán a fuego su influjo en mi memoria.
La tierra del apóstol que pisó la colina
Santiago de Compostela, eludida por muchos, visitada por los peregrinos
Hay lugares cuyo nombre funciona como una suerte de bisagra. En él se sintetiza la razón o la excusa de su existencia. Compostela es uno de estos lugares. Desde que el apóstol Santiago pisó la suave colina de Hispania, nada volvió a ser igual. Antes, la tranquilidad del cerro que se eleva sobre el valle de los ríos Sar y Sarela sólo era alterada por las incesantes tormentas o la visita ocasional de algún druida celta. Hasta los legionarios romanos, en sus crónicas de viajes, reconocían su decisión de evitar la zona donde moría la Vía Láctea y el sol chirriaba antes de hundirse en el océano.
Hoy, en la plaza del Obradoiro, con la imponente catedral de la capital gallega, los peregrinos son tantos como las viejas luces de aquel desolado campo de estrellas o campus stellae , tal como se lo conocía cuando todavía no tenía nombre.
Ya nadie siente pánico por perderse en la ciudad antigua, donde las piedras románicas y el sonido de las gaitas se encuentran a la vuelta de cada esquina. Sólo la lluvia silenciosa, que no entiende de nombres y bisagras, sigue constante poniendo a prueba la resistencia de los viajeros, pero sin asustar a nadie.
La virtud del botafumeiro
"Aquí, los chubascos se detienen cuando zarandean el botafumeiro", cuenta un estudiante, refiriéndose al enorme incensario de la catedral que los sacerdotes sacan a pasear cada siete años. Durante el Jubileo o Año Santo -fiesta que venera la recuperación de los restos del apóstol-, el aroma que se desprende del enorme latón plateado, de 80 kilos, se convierte en una bendición para el olfato de visitantes y alumnos.
Y es que en Santiago la provocación de los sentidos es constante. Ideada para el vagabundeo, como reconocen los gallegos, la tercera ciudad de importancia del mundo cristiano, después del Vaticano y Jerusalén, no necesita un itinerario previo para disfrutarla. El placer de la vista está presente tanto en su arquitectura como en el entusiasmo y contraste de su gente.
Las escalinatas y rampas de la zona antigua, por ejemplo, explican aquella idea de Goethe de que "Europa se hizo peregrinando a Compostela". Desde allí se entiende el porqué de tanta diversidad. Monumentos de estilo gótico mezclados con el barroco gallego, románico y renacentista, conviven con el espíritu del obstinado fiel que desea dejar impresa su huella.
La escalera que desciende hasta la plaza de las Platerías refleja el particular gusto italiano del siglo XVII a partir de la altísima torre creada por Domingo de Andrade. Las imágenes del rey David y de la mujer adúltera, obligada a besar hasta el fin de sus días la calavera de su amante, son el fiel reflejo del estilo medieval.
Antonio, el estudiante orgulloso del ritual del incensario, prefiere la Plaza de la Azabachería y aprovecha el sol del mediodía, dice, para despejar la mente luego de tanta lata enciclopedista. Lugar histórico de los mercaderes, para recibir a los osados peregrinos con calabazas y vieras, constituye la mejor síntesis de los artistas del siglo XVIII, el Palacio Arzobispal adosado a la catedral aparece como la contracara del edifico barroco.
Las vidrieras de los negocios o los puestos callejeros de improvisados hippies gallegos acentúan las diferencias. Soldaditos que personifican al Excelentísimo Franco o escuditos con el logo de Santiago 68 -"las ideas que inspiraron al Mayo Francés salieron de Santiago", jura Antonio- reproducen el debate silencioso del arte y las piedras.
Pero no es éste el principal motivo que convoca al estudiante al lugar de descanso. El, como algunos de los 37 mil universitarios que habitan la capital gallega, elige esta plaza o la de Obradoiro para planificar sus salidas nocturnas o alguna actividad deportiva en las afueras de la ciudad nueva, cerca de la Alameda.
La devota y el hereje
Otras razones convocan a Consuelo hasta la escalinata principal de la catedral. La mujer, de 60 años, llega religiosamente cada mañana para ofrecer a la clientela transitoria sus biscoitos de noces. Basta su habilidad llevando la mercadería sobre su cabeza dentro de un enorme cesto de panadería para atrapar al más distraído de los cientos de turistas que pasan antes de visitar el Pórtico de la Gloria.
"Biscoitos, biscoitos del matamoros", dice Consuelo, refiriéndose a la antigua invocación del santo con la que los españoles del siglo IX ahuyentaban a su enemigo musulmán.
"Que matamoros ni matamoros, allí duerme Prisciliano, no Santiago", dice Juan, un hombre con más barba que melena, mientras prueba la mercadería y guiña un ojo sabiendo que su comentario va a traer pelea. "Uste no sabe nada y es un hereje", responde la vendedora ofendida. Con 15 años menos, el provocador se vanagloria de sus conocimientos sobre la historia local y su habilidad para el bordado de pañuelos y sábanas con la imagen de la catedral o la Cruz de Galicia, a gusto del consumidor.
Prisciliano, explica, fue un obispo de Avila del siglo IV, famoso por aceptar ritos arcaicos y por su debilidad con las mujeres. Igual que Santiago, el hombre fue decapitado y, según Juan, son sus restos los que se ocultan dentro del templo principal. "Será por eso que las mujeres rezan tanto", ironiza. Como Consuelo, el hombre ofrece sus productos. Su relato, sin embargo, obliga a la compra sin lastimarse la cabeza.
El contraste entre lo nuevo y lo viejo, entre la fe y lo profano, aparece como una constante que se desvanece con la mención del apóstol. Santiago y su catedral reducen las diferencias entre universitarios y campesinos. No es para menos, la ruta que inició el apóstol en el año 42 y luego repitieron sus discípulos para proteger su cadáver del rey duyo, termina en los 23 mil metros cuadrados de la plaza, donde se levanta el imponente edificio. Los mitos y leyendas del santo hicieron coincidir desde el Cid Campeador, San Francisco de Asís, la princesa sueca Ingrid hasta el pintor flamenco Juan Van Eyck.
La catedral soñada en el siglo XI resume tantas miradas religiosas como arquitectos trabajaron allí, en nombre del apóstol. Las bromas de Juan, la bronca de Consuelo y hasta la mirada distraída de Antonio confluyen en un sentimiento de orgullo común ante la expresión del visitante cuando contempla el Pórtico de la Gloria.
Bellezas
Es cierto que Santiago no necesita un recorrido establecido. Sólo dejándose llevar por su arquitectura y sus calles se llega hasta la plaza del Obradoiro, donde la catedral de Santiago convive a la derecha con el Hostal de los Reyes Católicos; a su izquierda, con el Colegio San Jerónimo -donde se exhibe una hermosa portada románica-, y enfrente con el Palacio de Rajoy.
Claro que el atractivo no disminuye en sus alrededores. La soberbia fachada de la iglesia San Martín Pinario, consagrada por Gelmírez a comienzos del siglo XII, la convierte en el segundo edificio de importancia luego de la catedral. Instalada en el edificio de sillería, levantado entre 1769 y 1805, la Universidad también impacta por su belleza.
El Museo de Ciencias Naturales guarda la mejor sillería del coro del monasterio de Osera, además de varios objetos celtas y, en su biblioteca, dos Biblias políglotas de Alcalá y de Amberes.
La fachada de la Casa de la Parra, a escasos metros del Obradoiro, situada en la Quintana de los Muertos, atrapa por el contraste entre la piedra y el verde de las plantas.
Más allá del cuidado que requiere, el árbol que cuelga de sus balcones sobrevive gracias a la lluvia y a su prepotencia.
4 de junio de 1999